(Ejercicio de narrador y tono del Curso de escritura creativa de Fuentetaja)
Me encanta combinar los campanazos mañaneros con el amargo del café y una buena dosis de pensamientos agrios. Os explico el porqué con una ecuación facilona –incluso Ayuso la puede entender-. Empezando así el día, la nariz ya está tapada para comerse el resto de mierdas programadas sin que sepan tan mal. Mi madre me explicó un ejercicio que mi terapeuta rechaza categóricamente: “Ponte en lo peor para no llevarte decepciones”. Me lo decía cuando era estudiante y esperaba las calificaciones de los exámenes o terminaba una entrevista de trabajo.
Pues eso mismo hago todas las mañanas, de lunes a viernes -porque las del sábado y el domingo me las fumo-. Mientras veo como la vitro calienta el café, pienso “hoy pillo la Covid. Seguro. Y soy el típico que las pasa canutas”. Me desperezo con el olor a pan tostado, (me) vuelvo a recordar que no soy “suficiente” y que enamorarse = crisis de confianza. Primer bostezo. Me han entrado bien esas dos primeras, me calienta el cuerpo. Lo siguiente es la automanipulación, convencerme de que está muy chungo pillar un curro más o menos estable, para eso es mejor no intentarlo. Que vaya época para nacer, que la vida es una mierda y yo formo parte de su idiosincrasia… Ahora sí, ya me siento bien limpito para empezar el día. Solo me falta un chute de discursos de Abascal para asegurarme de que la ecuación funcione.
A partir de aquí, todo lo que viene es a mejor.
No os confundáis. Esta no es mi rutina. Yo no tengo. No quiero tenerla, aunque mi psicóloga se empeñe en que es bueno y que todo el mundo tiene una, blablabla. Esta fórmula del bienestar -como suelo llamarla- es mi revolución del ánimo contra la rutina, porque esta me aburre y todo lo que no me divierte, me entristece. No os creáis tampoco que soy el típico depresivo psicótico amante de la pena y la desesperación. Odio a ese tipo de personas. Soy un ALEGRE depresivo psicótico amante de la pena y la desesperación. Me gusta vivir subiendo una escalera hecha de peldaños de ánimo. Así es mejor. Solo puedo alcanzar la catarsis de éxtasis emocional siendo un cadáver.
Sé que mi psicóloga tiene razón, pero me da igual. También sé perfectamente lo que algunos estáis pensando… “valiente imbécil, paga ayuda profesional para hacer lo que le dé la gana”. Pues sí, tenéis razón. Soy un imbécil. Pero os equivocáis en una cosa: no hago lo que me da la gana. Es una de las configuraciones de vida que me he hecho. Es como un programa que se ejecuta de manera automática, como cuando se enciende un ordenador y la memoria Bios sabe perfectamente qué es lo que hay que hacer para que el ordenador rinda.
Os aseguro una cosa: no puedo arrancar las mañanas con los mensajitos para imbéciles de Mr. Wonderful o con los libros de autoayuda para pusilánimes. Eso si que me deprime. Y mucho. ¿Cómo puede haber tantos? ¿Cómo se puede convivir con la idea constante de que todo es maravilloso, el mundo funciona y que la vida es color rosita claro? Hay tanto listillo o listilla forrado por decirle a la gente cómo tienen que llenar sus vidas… Una de dos: o hay mucha gente que no se ha enterado de qué va la película o está completamente absorta del mundo real. Para todos nos es difícil vivir. Aún más si te ha tocado una realidad con condiciones desfavorables. Va a doler mucho más perder el metro que te lleva al tajo -de mierda, normalmente- en hora si estamos todo el día con el mantra de que la vida es wonderful y que todo depende de la mentalidad de uno mismo. La primera vez que lo pierda: “vale, la vida es bonita y en los errores está la gracia”. La segunda, puede que también lo reconozca. Pero a partir de la tercera, ya me cago en sus muelas.
Lo que está roto solo puede repararse. Lo que está impoluto solo se desgasta.