Cómete la profundidad de mis ojos
y cuando la vomites
intenta recordar el regusto que te deja;
porque no vas a encontrar nada tan dulce
en todas las miradas que te tragues,
por mucho que las sirvas
en vaso de sidra con dos hielos y limón.
No creas que estoy siendo injusto contigo;
estoy repasando las deudas que me debo
y me está encantando cobrarlas.
Esperarlas se convirtió en un abismo
y en el fondo se escondieron
los únicos libros de autoayuda
que no merecen las ascuas.
Tengo millones de búnkeres en las conchas
de las playas que han quemado mis pies.
Fortifiqué Despeñaperros como la Línea Maginot
para no tener que afrontar tus realidades parasitarias.
Las flores de algodón de mi pecho
crecieron como símbolo de lesa humanidad,
porque recibieron tal trato indigno
que ya solo sirven para drenar
la sangre que colorea la pus.
Ahora están en revuelta porque
no quieren servir para empapar
el rastro de hiel que te deja la raba.
Cuando eches los bofes volveré a reconocerte.
Mientras te cargas el diafragma,
te prometo que me sentiré persona.
Y te puedo perjurar que descifraré
el mapa genético que me han arrojado.
Me sentiré humano cuando me pesen
los huesos del alma.
Te he dejado preparado el bicarbonato,
un vaso de plástico lleno de saliva
y una cuchara de cáscara
para esa acidez tan grotesca
que te subirá por el esófago
y hará miguitas las palabras de tus labios.
Ya te encogerás de hombros
cuando me veas de frente
y los esputos de la noche
se te queden atrancados.
Mientras intentas expulsarlos
seguiré con mi camino a la cama,
porque mis días no tienen final
y desde hace tiempo Vladimir
me reclama con saña y ahínco.
Te prometo que no es nada personal
y que hablo por experiencia:
darle la vuelta al estómago,
a veces, tiene mucho más de humano
que las palabras que libraste
de la correa y del bozal.