Otra vez esas luces de colores
me quitan el peso de la soledad
que me trago a cucharadas
de lunes a jueves.
Otra vez la manta del recuerdo
cuando aprieta el frío
de la resaca emocional.
Se ha corrido tantas veces la tinta del boli
que sale agüita de la punta
y no entiendo una mierda
de lo que iba a decirme.
Otra vez que le pongo color con las luces.
Otra vez que lo doy sentido al neón,
a los pasos deshechos del camino de vuelta.
Dice mi viejo que tengo que aprender a decir que no.
Por mucho que las bombillas estén ardiendo
y nos dejen los gestos rojos y lilas,
tengo los huevos negros
para andar por ahí zumbando.
Yo le digo que todo el mundo
tiene un libro con su nombre;
pero pocos poseen un búnker
entre los haces de luces.
Tampoco monstruos domados bajo la cama.
Nunca me subo para bajarme.
Me subo porque quiero cerrar los ojos,
ver círculos y triángulos,
romper el tú de adamantium
que he construido
y el yo de papel escrito
por un pilot que se corre agua.
Aunque le haya puesto pocos límites
a mi lengua de cristal romo
siempre me queda el refugio
de las dichosas luces de colores
y el sí invariable porque no siempre es no.
Qué bien que me lo pasé el viernes
y qué pena me dio la madrugada
que no pudo ser de piedra,
ni perro callejero.
Qué bien que me lo pasé el viernes
y qué pena me di el sábado
diciendo a todo que no
y sin luces de colores
en las que esconderme.