La pena
la he roto con los colores más vivos
que soy capaz de vestir.
Con la sensación de avanzar por seguridad,
por salvar mi cuerpo
y dejar de soliviantar
a las bestias que encierra mi yo,
por huir de los tufos
que exhalan los pozos donde escondo
los dolores parásitos de mis ahoras.
Tu recuerdo
se ha filtrado por el entonces
más condicional que me puedo imaginar.
Por las ganas que tengo de soltar lastre,
por poder dormir como los críos
cuando buscan refugio
en la cama de una madre.
Y porque esta ciudad
me siga siendo eterna.
Y porque sus tardes de invierno
huelan a mi verano de biznagas.
La contienda
no terminará nunca.
Siempre será mucho más larga
de lo que pueda proyectar.
Lo triste
siempre vuelve con el disfraz de silencio.
Y nosotros, corazón,
seguiremos estando descalzos
en la orilla seca de los ojos hartos
del morado y del sufrir,
con los vaqueros remangados
por si nos pilla la vida de resaca.
Si en algún momento
me quedo sin palabras
y retoma el control
mi voz más sucia
y mi actitud de niño podrido,
acuérdate de mí
por los paseos de naranjos en mi pueblo.
Acuérdate
de las sobremesas de tabaco
y sonrisas indiscretas.
Y acuérdate
de las barcas huérfanas del varadero
con las que quisimos navegar
los versos más feroces
de nuestro mar de dudas.
Será la única forma de separar
la realidad de nuestro deseo.