Quien iba a decir que nuestro recuerdo
aguantaría las embestidas del tiempo
y los golpes de la distancia.
Aunque no nos una la sangre,
nos ata la lealtad que hemos elegido;
El verano de arena crujiendo en la boca
y los churretes negros tiñendo el sudor.
Una cadena inquebrantable
forjada con los golpes de la niñez.
Aunque los candados se rebelen
-las radiales la asedien-;
seguiremos siendo el albero de la plaza
clavado en nuestras rodillas,
los petardos que nos quemaron,
los muñecos que pintamos,
Tego Calderón en el mp3,
el Ya no te akuerdas,
Hablando en Plata,
los hidropedales que no pudimos hundir,
y los desayunos del Jul.
Quién hubiese apostado un céntimo
a nuestro abrazo de chimenea.
A nuestro querer eterno.
A nuestro ser hermanos con el “siempre” como sangre.
A nuestra plaza onírica de frustraciones,
errores útiles y sus aprendizajes.
Reto a que se atrevan a rompernos,
que nos tienten a dejar de ser uno
y que deshagan un vínculo tallado en mármol
con el cincel del primer recuerdo.
Reto a todo ser viviente
a que me demuestre lo contrario.
A que me meza en la cuna de la contradicción
para robarme el único sueño
de realidad que me queda,
la verdad más absoluta de todas las preguntas
que me atormentan entre las sábanas.
El somnífero de la razón.
El nunca nos vamos a fallar.
Siempre nos quedarán las muescas del revólver.
Las fotos que nos hizo la luna
y borró de nuestros móviles
celosa de nuestra conexión de estrellas.
Van a ser inmortales
los trucos de magia en Elrow,
el azahar y las naranjas, joder,
nuestras naranjas, balcones y azoteas.
Los pelotazos de los bares
que aprendimos a dar en la Telefónica.
El Señorío contra los Tiburones
y sus tardes de orilla, ciruelas y bocadillos.
Los “mi hombro con el tuyo”
para que no encontremos fisura en el alma.
El amor y cariño que erige
el hormigón indestructible
de los cimientos de mi yo.