He perdido dos personas de forma irreversible.
Se han revuelto los muertos de sus tumbas.
Han terminado de romperse los finos hilos
que nos mantenían unidos.
Se han perdido en el abismo más profundo
que tengo excavado en el recuerdo.
Paranoia.
Era total y absoluta paranoia.
Sucia, injusta, cruel. Machista.
No entendías cómo era capaz
de pensar eso.
Cómo era tan mezquino
para suponerlo.
Si eras puro amor de vida,
cómo era capaz
de gastar una gota de sudor
en pensar que eráis capaces
de efectuar tal tragedia.
Se supone que viniste a mi mundo
-y al de los demás-
a ser alegría, felicidad suprema.
Ahora el mío es cenizo sobre ceniza,
porque no me queda otra
que quemar el frondoso bosque de cariño
que plantaste en mi memoria más sensible
-ahora nido de garrapatas-,
para regenerar la tierra y las raíces.
A los virus y parásitos
no se le pueden dar opciones.
Qué daño me has hecho.
Qué fea cicatriz de realidad me habéis dejado.
Te has quedado con toda la alegría de tu nombre.
No me has dado oportunidades.
Has celebrado hacerme sangre.
Has usado el arma prohibida de la saña.
Me habéis dejado jarrón roto
por juego de niños.
Pero tengo que seguir pensando
que era paranoia.
Que el cruel, injusto, sucio y machista
sigo siendo yo.
El que hace cosas turbias
y el que no afronta decir las palabras
que tocan ser dichas
porque soy yo el cobarde.
Aunque atente contra mi salud mental,
prefiero quedarme con la idea
de que era pura paranoia.
Porque encontrarme con la verdad,
perdida por supervivencia,
es pegarme con un espejo afilado
que me devuelve cada uno
de los pensamientos enterrados.
Y me duele mucho más.
Te reconozco una cosa:
Me ha costado un mundo inventado donde vivís
abrirme la boca y hablar claro,
dejar de rehuir la confrontación.
Es muy fácil de explicar:
desde que tengo razón y la uso
he preferido escribir la paranoia,
la total y absoluta paranoia
que ahora, como lección de vida,
se ha hecho evidencia.
He tenido que perder dos personas
de forma irreversible
para que no se revuelvan nunca más
los muertos de sus tumbas.