La huella de tu estancia en mi vida
es un grano de sal en un cubo de agua;
un ridículo intento de impacto oceánico
deshecho en las mareas de mi memoria.
No recuerdo nada del camino recorrido,
solo macetas cayéndose de los balcones
tras nuestros pasos de buchitos pequeños.
Los nervios de ludópata cuando tocaba negro;
la indiferencia de perdedor en el todo al rojo.
No soy un buen enemigo:
y lo confieso como reconozco a los pulgones
con casita en la tumba de nuestras hachas.
Los bichos que bailan las raves más jartas
que nos perdemos durmiendo.
Me van a echar del bloque
por mantener el flexo caliente
por arrejuntarme con los perros sin bozal
por la intensidad, corriente, sus calambres
por no saber respirar e inspirar ronquidos.
Por no haberlo dicho antes:
el halo de tu presencia en mi existir
es un sacapuntas con la hoja mellada;
una triste intención de saboteo caligráfico
corregido en el blanco de mis Words.
No he dejado de escribir a mano.
He llegado hasta el final sin quedarme frito.
He vuelto donde se entierra mi raíz,
a sal en la boca y arena en el culo de la litro.
He vuelto a la risa tonta y amnesia
a las farolas de los bancos y el frío de los parques
donde sigo estando yo
donde solo quedo yo
con los que nunca dejaron de hacer
palacios en castillos de arena.
Si alguna vez perdí la cuenta
de la deuda que tengo en palabras;
si alguna vez olvidé a sumar
de cabeza los pies del gato;
entono un mea culpa placentero:
nunca quise ser el buen enemigo
de rencores fetichistas
y lastres del pasado
que tanto suponíamos.