Creo imprescindible no perder la memoria. No solo para los jóvenes, para todo el mundo. No me refiero a estar añorando las cosas del pasado. Tampoco a creer que otro tiempo fue mejor. Todo tiene virtudes y defectos en un contexto singular. Me refiero a no olvidarse de lo que nos afecta. Y hoy en día nos afectan muchas cosas. Estamos sobreestimulados y sobreinformados. Bombardeados constantemente por acontecimientos que nos tocan la fibra y nos hacen entrenar nuestra empatía, una virtud muy escasa en los países occidentales.
Si vemos como arde Yemen y escuchamos el tema de Kase’O, nos entran los siete males por el cuerpo. Si escuchamos una noticia de que un monstruo ha asesinado a su mujer y a sus hijos en el telediario de medio día nos cuesta más comer. Nos estremecemos cuando vemos explotar el puerto de Beirut, o cuando un policía ahoga a George Floyd y semanas después otro balea Jacob Blake… Durante unos días compartimos noticias, imágenes, declaraciones. Buscamos las posiciones de los líderes de opinión y nos refugiamos en ellas. Nos hacemos con los argumentos que nos dan los medios de información afines, incluso podemos leer argumentos contrarios a los nuestros. Lo siguiente es cabrearse un poco y buscar, de nuevo, argumentos de nuestro lado que desacrediten los contrarios, y así nos quedamos más tranquilos. Ya está. Todo en orden. Más no se puede hacer. Uno está perfectamente concienciado de lo que ha ocurrido.
La cuestión es lo efímero que resulta esa conciencia social. No vengo a desvelar el fuego, pero es que esto también se tiende a olvidar. Es evidente que en la sociedad de lo hiper (Ubieto, Pérez 2018) tenemos la atención completamente perdida. Buscamos el goce instantáneo. El placer inmediato. Sobre eso se ha fundamentado esta sociedad del consumismo de Berneys y Anna Freud (El siglo del yo). No hay tiempo; la velocidad es poder. El que llegue antes gana. Cuando concluye ese efímero goce, me olvido. Se gasta rápido y la serotonina de mi cerebro se queda sola, conmigo. Ya vendrá otra cosa que me estimule. Seguramente voy a tener que esperar poco.
Bien, creo que en estas cuestiones pasa un poco lo mismo. Se han convertido en un producto efímero que vender rápidamente a un público objetivo. Las consumo, tomo conciencia, me posiciono, opino, difundo y serotonina para el body. Si hay, voy a la mani y lo cuento en Twitter. Cuando se vaya el foco mediático del asunto, ya vendrá otra cosa que espolee mi virtud empática: el deshielo provocado por el calentamiento global, los refugiados de Grecia, el caso Epstein, la extinción del rinoceronte blanco, etc. Mientras tanto, las esclavas de las fábricas de ropa de Bangladesh estarán cosiendo camisetas con el mensaje «I can’t breath» por delante y siete disparos por la espalda. Años después veremos esas camisetas en las tiendas y recordaremos el nombre de George Floyd y Jacob Blake como algo pasado, como una catástrofe lejana de la que no nos olvidamos y que forman parte de nosotros. Pero sí que lo hemos hecho y sí que estamos alejados. Lo único que recordamos es el nombre y muerte del mártir. Pero ya son un mero objeto de colección de la sociedad del mercado. Sociedad fetichista.
Parece que no somos capaces de hacer ninguna relación. Parece imposible empaparse de lo que subyace detrás de la muerte de Floyd y Blake. Eso requiere tiempo y atención y no estamos educados ni capacitados para ello. La velocidad manda. Por tanto, nos quedamos con la imagen, con lo rápido de recordar, con lo rápido de consumir. No relacionamos ese racismo descarado de Estados Unidos con lo que ocurre en nuestro entorno. No somos capaces de ver la relación entre eso y lo ocurrido en Lavapiés hace unos años, con los CIEs, los temporeros o con la inmigración «ilegal». Y si en algún momento la hemos visto, se nos olvida. Porque tenemos otro estímulo nuevo que consumir. La rueda sigue girando.
Me parece fundamental que los jugadores de la NBA, afroamericanos y negros la gran mayoría, apoyen los movimientos sociales antiracistas. Que paren la competición por sus santas narices y que les digan a los carcas blancos que entretienen por absurdas millonadas que ya está bien de tanta sangre negra derramada por agentes de la autoridad. Aún mejor me parece cuando abren el foco y reclaman una reforma estructural educativa, la fórmula más competente a mi entender de atajar este gravísimo y antiquísimo problema. Es imprescindible que las redes se inunden de estos mensajes, que se hagan campañas en las que intervengan líderes de opinión y artistas.
Si lo que queremos es que esto sirva para cambiar algo, para poner una piedra en el camino a un mundo distinto, lo que debemos hacer es recordarlo e integrarlo en nuestro hacer, en nuestra manera de formar parte del tejido social. No es algo que afecta al individuo, es un problema común. Y solución viene por el conjunto, no por el yo. Hay que hacer comunidad y dejar de buscar enemigos dentro de la misma, como paranoia persecutoria del más puro estilo Tercer Reich. Si hay que olvidar algo es el símbolo, la imagen, el estímulo. Hay que quedarse con el trasfondo, con lo que se ha configurado en la sociedad a partir de esas desgracias, porque casos así, horrible y desgraciadamente, ocurren todos los días y en todos los países del mundo. Si andamos siempre buscando un coco con el que asustar a los críos vamos a crear una sociedad separada por muros irreales de miedos y privilegios.
Cuando el foco mediático no esté en los jugadores de baloncesto (que ya han retomado la competición) espero que lleguemos a las mismas conclusiones. Espero que recordemos para siempre a todas las víctimas del racismo en Estados Unidos, España y todos los países del mundo, pero lo que considero fundamental es no olvidar nunca la causa de la muerte de estas personas. Y que sirva para algo más que para hacer eslóganes y camisetas.